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Artículo: EL PRIMER REGALO — Un cuento sobre el arte de regalar

EL PRIMER REGALO — Un cuento sobre el arte de regalar

EL PRIMER REGALO — Un cuento sobre el arte de regalar

(Basado en los orígenes sagrados de la humanidad)

Dicen los ancianos que al principio del tiempo no existían las cosas, ni los nombres, ni las formas.
Solo existía un gran silencio y una luz suave que respiraba.
De esa luz nació la primera humanidad: seres hechos de corazón y fuego, que caminaban descalzos sobre una tierra recién nacida.

En aquellos días, nadie poseía nada.
El mundo era un solo latido compartido.

Las estrellas les enseñaban a orientarse,
los ríos les enseñaban a purificarse,
y la tierra —siempre generosa— les ofrecía frutos, semillas y raíces sin pedir nada a cambio.

Fue entonces cuando ocurrió algo que cambiaría para siempre la historia humana.

Una tarde, cuando el sol se despedía en tonos dorados, una joven llamada Amaí encontró una planta distinta a todas.
Sus hojas brillaban como jade y sus frutos, pequeños y duros, parecían guardar un misterio dentro.

Amaí tomó uno entre sus manos, lo abrió con cuidado, y un aroma profundo, cálido y dulce escapó hacia el aire.
Era el primer cacao.

Sintió que dentro de ese fruto había una fuerza que hablaba directamente al corazón:
un llamado a la memoria, a la calma y a la unión.

Esa noche, Amaí caminó hacia el fuego donde su clan se reunía cada anochecer.
Abrió su mano y mostró el extraño fruto.
Pero en vez de guardarlo para sí, hizo algo que nadie había hecho antes:

lo ofreció.

Colocó el cacao en el centro del fuego y dijo:

“Que lo que la tierra me ha dado, nos nutra a todos.”

El clan observó en silencio.
Jamás habían visto un gesto así.
El fruto era suyo, sí…
pero Amaí entendió algo más profundo:
que nada realmente nos pertenece si no puede compartirse.

Molieron el cacao con piedras, lo mezclaron con agua y lo calentaron al fuego.
Y cuando cada uno bebió de aquella taza primitiva, sintieron un abrazo extraño:
una chispa de amor recorriendo el pecho,
una claridad dulce en la mente,
una sensación de estar unidos, más humanos, más vivos.

Fue así como nació el primer regalo.

Un gesto sencillo, un acto sagrado.
No era un objeto, no era un intercambio:
era una ofrenda del corazón.

Con el tiempo, los humanos comenzaron a regalar semillas, flores, cantos, historias, abrazos…
Kayl, el abuelo sabio del clan, decía:

“Regalar es recordar que no estamos solos.”
“Regalar es decir: te veo, te honro, existimos juntos.”

Y así, el acto de regalar se convirtió en un ritual universal:
no para acumular cosas,
sino para crear lazos.
Para encender el fuego interno.
Para reconocer nuestra humanidad compartida.

Siglos después, en civilizaciones antiguas, el cacao seguiría siendo una de las ofrendas más sagradas.
No porque fuera un objeto precioso…
sino porque tenía el poder de abrir el corazón, igual que lo hizo aquella primera vez.

Hoy, cuando regalamos cacao, repetimos el gesto de Amaí.
Recordamos un acto tan antiguo como el tiempo:
el arte de compartir lo que nutre,
lo que sana,
lo que une,
lo que trasciende.

Regalar no es dar algo.
Regalar es darse.
Y el cacao —tan humilde, tan poderoso— es el puente perfecto entre un corazón y otro.

Por eso, cuando regalas cacao…
regalas algo que no se rompe, no se pierde, no se olvida:
regalas un pedacito de alma,
un ritual eterno,
una historia de origen,
una memoria humana hecha bebida.

Porque el arte de regalar…
nació con el cacao.
Y sigue vivo cada vez que lo compartimos.

Con Amor,

María

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